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Un Plan Industrial para España (Parte 2)

Esta política de competitividad debe llegar a todas las empresas, sea cual sea su tamaño o sector, y para ello hay que consolidar la amplia red existente de agentes intermedios (asociaciones sectoriales, clusters, agencias de desarrollo regional o local) muy cercanas a las necesidades de las empresas, especialmente de las pequeñas. Algo que ciertas instituciones han olvidado en su afán de querer llegar al ‘cliente’ final directamente

Este enfoque conduce inevitablemente a primar las políticas horizontales, que afecten a todas las empresas con independencia de su sector, frente a las políticas sectoriales. Este ha sido el enfoque tradicional de la UE que, no obstante, no ha dejado de dedicar en sus comunicaciones más recientes una gran parte de su atención a sectores como la energía, la defensa, la farmacia, las biotecnologías, las industrias creativas… Una lista interminable en la que siempre estaríamos tentados a incluir un nuevo sector estratégico. Queda, eso sí, espacio para fomentar, a través de las plataformas sectoriales, fórmulas de colaboración entre empresas y operaciones que contribuyan a aumentar su dimensión.

El plan industrial debe centrarse en líneas horizontales sobre las que ya haya consenso, como la internacionalización e innovación, la energía y sostenibilidad, financiación, fiscalidad o infraestructuras tecnológicas. Cada una de estas líneas tienen sus necesidades y retos, y algunas requerirán, probablemente, un amplio replanteamiento (la política de emprendimiento o la política energética). Otras líneas necesitarán un enfoque más novedoso. Será necesario acompasar las políticas de internacionalización e innovación, como hizo el Gobierno vasco de Patxi López, cuando acuñó, con relativa, pero efímera fortuna la fórmula 3i + D.

La clave está en segmentar la política: decidir a quién va dirigida y diferenciar las necesidades de las pequeñas empresas de las grandes. En un momento de estrecheces presupuestarias el gobierno debe asignar prioridades, y entre ellas debe estar sin duda la política industrial, al mismo nivel que las políticas sociales y las de demanda. Es la forma de garantizar un crecimiento equilibrado a largo plazo. Así lo entendieron, por ejemplo, Obama y sus asesores cuando llegaron a la Casa Blanca y situaron a la industria manufacturera en el centro de su política.

Precisamente la naturaleza estructural de la política industrial aconseja separar el concepto de Competitividad – hoy en el Ministerio de Economía y Competitividad- del de la gestión de la coyuntura económica. Una política así definida evitará también veleidades como las ocurridas en la Comunidad de Madrid, donde independientemente de su resultado –que nunca se juzgó- se eliminaron de un plumazo instituciones como IMADE o PROMADRID que cumplían una misión de articulación y desarrollo del territorio.

Es, en definitiva, un sector que aporta valor, contribuye a la cohesión social y territorial, sostiene empleo cualificado, crea conocimiento y riqueza y proporciona marca internacional. Un sector por el que merece la pena apostar con una política activa que facilite la explotación de los factores de competitividad de las empresas. Y habrá que exigir resultados a las empresas en términos de creación de empleo o aumento de la dimensión, habrá que medir también el impacto real de las iniciativas en términos de mejora de la competitividad, posicionamiento o contribución a la economía y, en fin, habrá que establecer mecanismos que faciliten la transparencia y eficacia de su gestión. Todo un reto.

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